Primer Capítulo

Lo que había traído a Bárbara hasta La Floresta a esas altas horas de la noche era la necesidad acuciante de descifrar su destino. Visitaba a la pitonisa por segunda vez. En la ocasión anterior, no había podido decirle lo que le quemaba por dentro. La Divina le había dicho que regresara cuando estuviera preparada: no solo para hablar, sino también para escuchar. Y ahora volvía. ¿Estaba preparada, acaso? Aparcó el coche de una sola maniobra. Aunque no hacía frío, se envolvió en un chal de seda de los que ella misma diseñaba y bajó.
La hojarasca crujió bajo sus pies, que apenas pisaban el suelo al andar. El olor a humedad y a bosque tupido de encinas y pinos resaltaba la fascinación que ejercía sobre ella la Divina. A pesar de todo, un amago de incertidumbre la detuvo. Sabía que era diferente a las jóvenes de su edad y tenía muchas dudas. ¿Y si lo que le advertía no le gustaba? ¿Se atrevería esta vez a contarle su secreto sin tener que recurrir a un pretexto para marcharse? Tenía que hacerlo costara lo que costase. Se acercó a la casa. La brisa mecía su larga cabellera negra y ondulada.
-Sabía que vendrías -le dijo la Divina, mientras abría la gran  puerta de madera de bisagras oxidadas y chirriantes-. Pasa, Sagitario.
-¿Pero cómo sabe que soy Sagitario?
-Lo sé. Una noche perfecta, el cosmos    está abierto, tú también.
Nuevamente, Bárbara la miró asombrada. ¿Cómo podía afirmar eso? Le indicó que se sentara en una de las sillas de altos respaldos y patas retorcidas hasta el lamento y tapizadas con dorada caligrafía oriental. La Divina se sentó frente a ella en torno a la mesa redonda cubierta por un exquisito tapete policromado.
-Cielo y tierra se separaron hace cuarenta y cinco mil años. Entonces los sucesores del Emperador crearon el oráculo -dijo la Divina mientras extraía las monedas del I- Ching de una pequeña bolsa de cuero. Le pidió que las lanzara repetidas veces.  Bárbara lo hizo hasta que salió un hexágono que la pitonisa se quedó mirando durante largo rato.
-¿Qué te preocupa, Bárbara? -dijo al fin-. Sé que algo te preocupa, no será fácil. ¿Sobre qué me quieres consultar?
-Dígame cómo es mi relación con Joe. ¿Cómo será? -dijo Bárbara bajando la voz a medida que completaba la pregunta. Recogió el chal, que había dejado sobre una de las sillas y volvió a envolverse en él mientras la pitonisa la observaba, paciente.
-Así que dices que se llama Joe.
    -Sí, Joe.
-Eres una hermosa sagitario. Bello signo, el centauro: mitad hombre, mitad caballo.
Ante esa revelación, Bárbara necesitó moverse, como si una corriente eléctrica la recorriera y tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse. Le pidió un vaso de agua, la pitonisa sacó dos pequeños vasos de cristal y le sirvió agua de un cántaro.
    -Bebe, no hay prisa -le dijo la adivina.
Bebió dos vasos y volvió a sentarse. Había venido a saber y debía ser valiente.  De todos modos, algo en esa atmósfera la atraía, allí palpitaba la vida y, quién sabe, las almas calladas.
-Bueno, prosigamos. El primer seis me indica que no debes forzar acontecimientos, trata de comprenderlos. Veo que no quieres ceder ante lo que el destino te ha deparado. Tienes que saber qué buscar y a qué renunciar.
«Pero no me está hablando de Joe», pensó Bárbara. Los tiempos de espera no estaban hechos para ella, la pasión siempre había ido más rápida que las manecillas del reloj. Quería escaparse, pero a la vez  absorbía con la boca apenas entreabierta cada detalle de ese santuario. La Divina respiraba hondo, concentrada en las monedas. De pronto, bajó la cabeza y cerró los ojos. Bárbara volvió a inquietarse frente al movimiento del pecho de la Divina, que subía y bajaba bajo la blusa negra de raso. Los colores violetas y malvas de las paredes acentuaban el aire esotérico de la sala repleta de fetiches: mándalas de la India, papiros de Egipto, cajas de incienso, bolas de cristal, pañuelos de seda... Hasta los objetos parecían tener una historia que contar. En cambio, Bárbara no sabía todavía qué contar de su vida.
Contempló la luna llena y el bosque a través de la amplia ventana. La luna la trasformaba en una criatura errante de corazón desbocado. La Divina siguió su mirada y Bárbara estuvo a punto de confesarle lo que sentía. No, no le hablaría de eso hoy, era pronto; podría tomarla por loca, ya habría tiempo. Desvió la vista hacia un mueble antiguo. No se explicó de dónde provenía el aire que hacía parpadear una menorah, que ocupaba el centro del mueble, si todas las ventanas estaban cerradas. Su acentuada curiosidad y su capacidad para procesar múltiples estímulos al mismo tiempo, a menudo se volvía contra ella, la llevaba a descuidar las amenazas del entorno y la convertía en un ser temerario.
Pero el movimiento de las manos llenas de manchas de esa extraña mujer, sabias y ásperas, sus dedos largos y gruesos, atrajeron su atención. Todo lo que sabía de la Divina era que su marido la abandonó cuando todavía era bella y que se retiró a vivir en esa pequeña casa de La Floresta, junto a la silenciosa compañía de sus dos gatos (uno negro y otro blanco), que deambulaban por la habitación. Bárbara creía que esa sexagenaria de pechos caídos había encontrado la paz en las ciencias ocultas y en lo sobrenatural. A ella, en cambio, la habían abandonado al nacer y no había ganado la calma. «Es triste saberse privada de un afecto que nunca debió faltarte», le había dicho la Divina en la ocasión anterior. «Tal vez quien despierta a este mundo solo, está condenado a vivir en un mundo paralelo», había vaticinado. Bárbara no había comprendido qué significaba «vivir en un mundo paralelo», pero sabía lo que era sentirse sola.
-Pues bien, las cosas no son todo lo que tú crees y esperas -dijo ahora la vidente-.Vives una pasión un tanto desafortunada, estás encadenada a Joe.
-¿Cómo lo sabe? -preguntó Bárbara algo turbada.
-La primera línea es el yin y después el yang. Las sumo a través de tus tiradas y conforman el hexágono: el 39, el hexagrama kien -dijo la vidente con voz grave y pausada-. Las monedas aconsejan retirada a tu posición original y que no tomes iniciativas. Permanece quieta, por el momento no pretendas inclinar los acontecimientos a tu favor. Eres víctima de una pasión con dificultades -la Divina se apartó el pelo rojizo y encrespado de los ojos y clavó su mirada en Bárbara-. No sé a dónde puede llevarte toda esta pasión, dependerá de cómo la manejes. Ten presente que rayo y tormenta no son peligrosos por sí mismos, pero juntos acarrean catástrofes. El amor a veces nos lleva a la destrucción.
Bárbara levantó el mentón con altivez; sin embargo, pasó rápidamente a la tristeza cuando la adivina continuó.
-Sagitario, sé que tú no tienes miedo a nada; quien nada teme es porque no tiene nada que perder.
Se preguntó si quería decirle que lo había perdido todo. Se quedó muda.
-Perdido al nacer y perdido al amar. Una soledad imposible de llenar. Bárbara, la extranjera, las personas que no han sido amadas, tal vez no puedan amar. Son personas de alma fría, y corazón caliente. Un cóctel letal - subrayó la Divina.
Bárbara se dijo que ella había amado hasta la locura, y los seres que aman con tanta intensidad, ya no pueden estar cuerdos nunca más. ¿Por qué no podía más que hablar hacia adentro? La adivina le sujetó las manos heladas entre las suyas, que desprendían calor.
-Tienes algo de otro mundo; posees  una belleza bravía que puede llevar a la locura a quien te ame, eres indómita. Pero...
Siguió un largo silencio que a Bárbara se le hizo interminable.
-¿Pero qué? -preguntó.
-Por algún motivo que hoy desconozco, eres incapaz de corresponder a ninguno de los hombres que te aman. Bárbara, eres muy joven, ¿alrededor de treinta años?
-Veintinueve.
-Una colegiala para los dioses -la pitonisa seguía hablando sin soltar sus manos-. Fluye con la vida, no contra ella. ¿No puedes dejar de pensar en Joe, no es cierto?
-No. Desde hace tiempo es lo más importante para mí.
-Lo sé, me lo dicen tus ojos, veo en ellos un abismo. Dime la verdad, Sagitario: ¿quién es ese Joe?
Sintió que las pupilas dilatadas de la Divina la desnudaban. Su pestañeo agitó un aire que le erizaba los pezones bajo la blusa verde semitransparente. Recreó en su mente el cuerpo poderoso y las nalgas musculosas de Joe. El entorno volvía a agitarla, le provocaba espasmos bajo el ombligo, el placer de lo prohibido le atravesó el vientre. Joe la hacía convulsionar. Se deshizo de las manos de la Divina. Se retorció un mechón de pelo, lo metió en la boca y lo soltó húmedo. Sabía que la Divina podía ver lo que estaba sobre el tablero y más allá.
-Tu vínculo con Joe habla de una realidad que tienes pero no quieres ver.
Sus piernas se contorsionaron bajo la mesa, jugando con sus minimalistas sandalias. El gato negro se restregó contra sus pantorrillas con la cola en alto; el blanco le lamió un tobillo. Separó sus pies esquivando las patas de la silla.
-Sin embargo, tú y Joe tenéis una fortísima comunión psíquica. Habéis unido vuestras almas desafiando el orden natural de las cosas -sentenció la pitonisa.
Bárbara creyó ver a Joe entre las dos rayas partidas, la recta, la partida, la recta y la partida del hexágono. De hecho, lo veía en todas partes, lo escuchaba en todas partes y lo olía en todas partes, como si formaran parte de un todo indivisible, de un único ser desdoblado y parido en extrañas circunstancias.
-¿Joe no está vivo? ¿O acaso no es humano? Porque tú no amas a ningún hombre hoy por hoy...
Se apagaron las velas de la menorah y Bárbara se sobresaltó. La pitonisa dejó caer con fuerza las manos sobre la mesa. Los gatos huyeron al pasillo despavoridos.
-Podemos engañar a la mayor parte de nuestros semejantes, excepto a los que están en contacto con el más allá -dijo alterada-. La sesión ha terminado -agregó rotunda.
Bárbara sintió el dolor del abandono de nuevo en sus entrañas. Si esa mujer le fallaba... ¿a quién podría acudir?. Se abrazó y meció su cuerpo hacía adelante y detrás en un gesto repetitivo.
-¿Por qué?, preguntó Bárbara con nerviosismo.
-Esto es serio y hay que tomarlo con seriedad. ¿De quién estamos hablando? Si es un muerto, yo no hablo con muertos; vete con una espiritista.
-No, no es un muerto.
-¿Pero qué demonios es?
-No se enoje conmigo. Joe es... es un caballo.
-Vaya por Dios.
-Es mi caballo.
-¿Por qué no me lo dijiste desde el principio?
-Pensé que me tomaría por loca.
-Yo no juzgo a nadie; sólo Dios puede hacerlo.
-¿Usted cree en Dios?
-Claro que sí. ¿Tú no? Entiende que no puedes obligar a Joe a ocupar un lugar que no le corresponde. No sé todavía qué te ha hecho convertirte en lo que eres, tampoco creo que hayas venido para saber de tu pasado... Pienso que más bien no quieres ni mencionarlo. Has venido a hablar del futuro, de un futuro que no puedes controlar, como a tus propios instintos.
-He venido a hablar de Joe, ya se lo he dicho. Y no importa si es un hombre o un caballo: he venido a hablar de él. Si no quiere hablar de caballos, deberé ir a otro lugar -dijo Bárbara cogiendo el bolso del respaldo de la silla.
-No, fierecilla, aún no -dijo la Divina sujetándola por el brazo. No debes avergonzarte de tus sentimientos. Estás acelerada. Siéntate y respira. Creo que es el momento apropiado para un té caliente, un té a la menta. ¿Lo quieres con limón?

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